lunes, 8 de marzo de 2010

Extracto de La Mujer Habitada - Gioconda Belli

Hoy vino un hombre. Entró con la mujer. Parecían presos de filtros amorosos. Se amaron desaforadamente cual si se hubieran contenido mucho tiempo. (Fue como volver a vivirlo. Vivir otra vez la hoguera de Yarince atravesándome el recuerdo, las ramas, las hojas, la carne tierna de las naranjas). Se midieron como guerreros antes del combate. Después entre los dos no medió más que la piel. La piel de ella crecía manos para abrazar el cuerpo del hombre sobre ella; se desaforaba su vientre cual si quisiera anidarlo, atraerlo hacia dentro, hacerlo nacer en su interior para volver a darlo a luz. Se amaron como nos amábamos Yarince y yo cuando él regresaba de largas exploraciones de muchas lunas. Una y otra vez hasta quedar agotados, extensos, quietos en aquel mullido petate. Él emana vibraciones fuertes. Lo rodea un halo de cosas ocultas. Es alto y blanco como los españoles. Ahora sé, sin embargo, que ni ella ni él lo son. Me pregunto qué raza será ésta, mezcla de invasores y nahuas.

¿Serán quizás de las mujeres de nuestras tribus arrastradas a la promiscuidad y la servidumbre? ¿Serán hijos del terror de las violaciones, de la lujuria inagotable de los conquistadores? ¿A quién pertenecerán sus corazones, el aliento de sus pechos?

Sólo sé que se aman como animales sanos, sin cotonas ni inhibiciones. Así amaba nuestra gente antes que el dios extraño de los españoles prohibiera los placeres del amor.

Le gustaba hacer el amor con música. Dejarse ir en la marea de besos con música de fondo, música suave como el cuerpo sinuoso que le surgía en la cama. Era extraordinario, pensaba, cómo el cuerpo podía ser tan dúctil y cambiante. En el día, soldadito de plomo caminando marcialmente entre las calles, de oficina en oficina, sentándose erecto en sillas duras e incómodas; por la noche, no bien la música, el tacto y los besos, abandonándose suave, liviano, distendiéndose en la imaginación del placer, sorbiendo el roce de otra piel, ronroneando.

No concebía que pudiera alguna vez perder la sensación de maravilla y asombro cada vez que los cuerpos desnudos se encontraban.

Siempre había un momento de tensa expectativa, de umbral y dicha, cuando el último vestigio de tela y ropa caía derrotado al lado de la cama y la piel lisa, rosada, transparente surgía entre las sábanas iluminando la noche con luz propia. Era siempre un instante primigenio, simbólico. Quedar desnuda, vulnerable, abiertos poros frente a otro ser humano también piel extendida. Eran entonces las miradas profundas, el deseo y aquellas acciones previsibles y sin embargo nuevas en su antigüedad, la aproximación, el contacto, las manos descubriendo continentes, palmos de piel conocidos y vueltos a conocer cada vez. Le gustaba que Felipe entrara en el ritmo lento de un tiempo sin prisa. Había tenido que enseñarle a disfrutar el movimiento en cámara lenta de las caricias, el juego lánguido hasta llegar a la exasperación, hasta provocar el rompimiento de los diques de la paciencia y cambiar el tiempo de la provocación y el coqueteo por la pasión, los desatados jinetes de un Apocalipsis de final feliz.

Sus cuerpos se entendían mucho mejor que ellos mismos, pensaba, mientras sentía el peso de Felipe acomodarse sobre sus piernas, agotado.

Desde el principio se descubrieron sibaritas del amor, desinhibidos y púberes en la cama. Les gustaba la exploración, el alpinismo, la pesca submarina, el universo de novas y meteoritos.

Eran Marco Polo de esencias y azafranes; sus cuerpos y todas sus funciones les eran naturales y gozosas.

….. Para Lavinia era misterioso aquello de poderse comunicar tan profundamente a nivel de la epidermis cuando frecuentemente se confundían en el terreno de las palabras…..





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